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Observo sus gestos, sus manos y su cara, y me sorprendo ante tanta naturalidad y genialidad unidas en perfecta armonía.
Se sitúa a mi lado en la hierba, un lugar que debiera parecer para gente joven, despreocupada y alocada, y sin embargo, incluso ahí se vé elegante, su porte, su forma de acomodarse.
Entonces comienza a hablarme.

Como siempre, guardo un silencio religioso mientras dejo que su voz acaricie su garganta con suavidad, profunda y calmada, lenta, pausada, con un ritmo casual, pero que a la vez parece totalmente aprendido, como si sus ideas estuvieran almacenadas en una pequeña pero gran, gran biblioteca: la de su mente.

Sigue hablándome de aquella situación, de esas personas, de aquello y lo otro. Lo poco común de sus palabras en un mundo donde la originalidad de ideas y de acciones brilla por su ausencia, la genialidad en su expresión, lo absorbente de su relato, su voz carismática y particular, hacen que no pueda articular palabra, que siga en silencio, hasta que me acompaña en él, esperando una respuesta.

Tardo en hilar mis pensamientos y en responder, para poder formar algo coherente y lógico, decir algo inteligente o medianamente aceptable, sin dar lugar a evidenciar mi distracción.
Silencio mis palabras y decido responder con un breve silencio y una mirada que dice: "No esperes mi respuesta".

A veces pienso que soy idiota, quizá debería hablar más y callar menos.
Aunque sea solo para que las personas no piensen que las estoy ignorando.